jueves, 4 de octubre de 2012

ROJO ESCARLATA



     Saori era su nombre.  Caminaba con elegancia, segura de sí misma y ataviada con mil telas de satén estampado en tonos azules. Lucía un obi amarillo muy brillante, quizás demasiado suntuoso para la vestimenta  que llevaba. Su largo cabello jugaba mil arabescos adornados con vistosas  horquillas de concha de tortuga incrustadas en marfil.  

     Jon Ander la observó desde la entrada del mismo hotel donde siempre se alojaba durante su estadía en Kyoto. Una sonrisa involuntaria se apodero de sus labios mientras contemplaba como la belleza de esa mujer había llegado a su máximo esplendor. A paso acelerado logró alcanzarla en el umbral del recinto donde deleitaría a sus admiradores tocando el samisén. Jon Ander vivía en Tokio; y para él, Saori era una interrogante, un misterio que ofrecía ante sus ojos un espectáculo de  seducción. Cada dos años venía a esta ciudad, pero su estadía nunca se prolongaba más de una semana.  Ella siempre esperaba su regreso para ofrecerle su grata compañía. Él, se limitaba a disfrutar y admirar su  talento, su encantadora elocuencia, y en especial, la ceremonia que mostraba su perfección estética a la hora de servir el té.  

     Saori siempre había vivido en un rincón perdido de las montañas estudiando su música, y quizás el poder de la naturaleza había penetrado en ella dándole la espiritualidad y cordura que tanto la caracterizaba. Con apenas doce años de edad, su familia, escasa de recursos, la vendió a una okiya para que se encargara de su educación.       Su “gran hermana” murió hace dos años, justo después de la última visita de Jon Ander. Fue ella quien le enseñó todos los conocimientos y modales que la caracterizan. Su personalidad se había formado entre las paredes de ese  albergue que tanto le recuerdan su adolescencia,  y  los banquetes de entretenimiento que se ofrecían a los clientes; donde las relaciones que establecía cambiaban continuamente, eran pasajeras; excepto la de Jon Ander. Su educación para servir en nombre del arte ocupaba todo su tiempo, había sido un arduo trabajo,  pero fue lo que ayudó a moldear y fortalecer su carácter. Era un mundo muy sofisticado y exigente que le permitía mostrar su riqueza femenina. En uno de sus primeros banquetes de entretenimiento; una Senpai, haciendo uso de su jerarquía, mayor experiencia y nivel, le preguntó frente a los clientes qué baile le gustaría interpretar. Respondió llena de entusiasmo el nombre de su danza favorita, pero ese fue su primer error. Debía haberse negado a contestar. Ser humilde y modesta era parte indispensable de su educación.
 
     Con el pasar de los años, Saori llegó a odiar su pureza. Su adolescencia fue como un otoño turbulento, de pasiones reprimidas y deseos frustrados. Esperaba  casarse algún día, tener hijos y  amamantarlos. Por momentos aborrecía su vientre plano, sus pechos firmes y los pezones que conservaban siempre el mismo color. Su libro de cabecera narraba la historia entre dos enamorados que experimentaban grandes pasiones, lo cual despertaba en ella un morbo que la hacía jugar consigo misma; pero de manera simultánea, sus ojos siempre se llenaban de lágrimas.

     El asombro de Saori fue distinto al de otras ocasiones en las que Jon Ander aparecía. Lo miro con dulzura mientras fijaba con firmeza una de las horquillas que parecía caer de su cabellera; o no, quizás le costaba comportarse con naturalidad, y cualquier  movimiento que hiciese era un desahogo para su agitado espíritu.  Sin preguntarle qué motivo lo traía de nuevo por esas tierras, lo invitó a  que escuchara  la melodía que su arte reproducía en el samisén. Se celebraba durante todo ese mes de abril el Festival de primavera, y ella estaría en el escenario. Era  la más cotizada tanto en estos eventos como en los salones de té. 

     Él la observaba  preso de admiración ante su rostro de porcelana  y el sonido de aquellas notas musicales  que en tantas oportunidades había escuchado. Al finalizar el repertorio, ella levantó sus ojos dirigiendo la mirada por todo el recinto. Percibía el presagio del adiós. Jon Ander  se había marchado. Sabía que emprendería su regreso a Tokio en cualquier momento, así que en esta ocasión decidió ir a la búsqueda  de aquel hombre al que cada dos años  esperaba con resignación. 

     Él estaba allí. Su maleta se encontraba frente a la puerta como muestra de una pronta partida. Con pasos seguros entró. Saori permanecía inmóvil mientras Jon Ander se le acercaba. Su piel fresca se tornó húmeda ante la posibilidad de que por primera vez, a los 29 años de edad, un hombre tocara sus pechos, la despojara de  tanta vestidura que ataviaba su cuerpo y corriera entre sus piernas el producto de un  orgasmo. Cerró sus ojos con expresión tímida pero mostrando a claras sus deseos por él. Jon Ander no tardó en deslizar su mano bajo el kimono. Saori temblaba, lo besaba con apasionada intensidad mientras recordaba su libro de cabecera; no dejaba de observar la desnudez de sus cuerpos mientras un conjuro de respiraciones agitadas la convertían en una mujer llena de sensualidad. Esta vez no hubieron lágrimas, sólo hermosos gemidos de dolor y placer. 

     Jon Ander no regreso jamás, pero Saori, ahora con su  obi color escarlata,  interpreta mejor que nunca cualquier melodía en su  samisén.


domingo, 10 de junio de 2012

LA LEYENDA DESCONOCIDA DE ZARAH Y PHILIPPE



                                              
Zarah llegó a Brujas. Siempre había querido conocer esta ciudad encantada, dueña de apasionantes leyendas y canales venecianos. Cuando alguien comenta haberla conocido, su respuesta habitual es: «Habéis vivido mi sueño»

Eran las ocho de la noche y el único ruido que se escuchaba era el resoplar del viento entre los sauces.     Perpleja ante tanta belleza, observaba las aguas dormidas del Lago del Amor o Minnewater, tal como lo llaman los belgas, sobre las que nueve cisnes comenzaban su marcha. Un alto muro de piedra que colindaba con uno de los canales, quedaba reflejado en sus aguas cristalinas iluminadas por el reflejo  de la luna llena. Una luna, que sin motivo aparente, agitaba la respiración de Zarah.

Comenzó a caminar sin rumbo definido. De repente, se encontró frente a la entrada de esa casa cuyo muro de piedra se reflejaba en el agua. La puerta principal de gruesa madera envejecida por el tiempo tenía una placa de hierro forjado donde se mostraba el escudo de armas de la familia Lanchals, la figura de un cisne blanco. Muchas son las leyendas que corren paralelas a este  lugar, pero recordó una de ellas que cuenta como Maximiliano de Austria castigó a Brujas luego de que el pueblo ejecutara a uno de los administradores de la ciudad, obligándola a mantener los cisnes en sus lagos y canales hasta la eternidad.

La puerta se abrió. Allí estaba un hombre muy alto y  de esbelta figura. Sus cabellos rubios caían sobre su frente  sombreando las sienes hundidas y una marca que parecía más bien una cicatriz en el pómulo derecho. La palidez que difundía su rostro  iba en desacuerdo con el brillo que reflejaban sus ojos ambarinos.  Su rostro le era familiar, pero la oscuridad del lugar no le  permitió observar con mayor claridad ningún otro detalle. Hablaba francés, y mientras lo escuchaba, comenzó a sentir una extraña atracción. No logró entender con claridad sus palabras, sonaban confusas y parecían imitar un acento familiar a sus oídos. Sintió la necesidad de seguir a ese hombre, cuyo aspecto mortuorio pero cautivador le atraía. Comenzó a llover al mismo tiempo que surgió en ella una interminable fuente de perplejidad e interés.

Los ventanales del salón dejaban pasar la luz que irradiaban las farolas que se encontraban en la entrada de la mansión. El  movimiento del péndulo de un  reloj de pared cuyo agudo sonido indicaba que eran las diez la distrajo, y al volver a levantar sus ojos  se dio cuenta que el hombre misterioso de ojos claros había desaparecido.  Subió al primer piso y entró a la única habitación que irradiaba una luz trémula y tenue como  si  fuera la  de  una  vela  encendida.  Sus húmedas  paredes  olían  a moho, y en uno de los  rincones pudo observar una  vitrina de cristales rotos   atiborrada   de  partituras  musicales.  El lugar acogía  una  hermosa poltrona  estilo Victoriano  color verde olivo, donde descansaba el misterioso  caballero que le abrió  la puerta.  Los ojos de  Zarah  quedaron  clavados sobre su  cuerpo iluminado a medias  por  la  luz  de  la vela.                                                                                                                           
«Es él», pensó. Su respiración comenzó a entrecortarse sin poder pronunciar ni media palabra. Se precipitó hacia la silla donde él se sentaba. Quiso tocarlo, besarlo, abrazarlo, pero Philippe Lanchals comenzó a interpretar a Mozart a través de las finas cuerdas de su Stradivarius. El  sonido de la lluvia se mezclaba con la dulce melodía de esa sonata que tantas veces había escuchado. En esta ocasión, llevaba puesto el traje de su entierro. Adoraba esa chaqueta de lana negra y las yuntas de oro que adornaban las mangas de su camisa blanca, obsequio de  la mujer con quien contrajo nupcias treinta años atrás.

Philippe la abrazó y besó con fuerza, casi con violencia, mientras sus cálidas lágrimas mojaban los labios de Zarah. La observaba detenidamente como si rindiera homenaje a su inequívoca belleza. Le hizo saber como recordaba las curvaturas de su cuerpo, su perfume, su aliento y su humedad, que reanimaba el deseo de hacerle el amor una y otra vez. Ella siempre llevaba consigo el recuerdo de los momentos solemnes que habían vivido. Clandestinos, por lo tanto solemnes. Conocía al milímetro cada rincón de su cuerpo, por lo que a pesar de la penumbra, pudo notar la intensa palidez de su rostro. Pasaron los minutos; cinco, diez, quince… las manos de Philippe, enflaquecidas y frías pero con fuerza,  seguían acariciando el cuerpo de Zarah. El reloj con sonoras campanadas dio las doce. La lluvia se torno copiosa y continua. Ella se sentía alegre, entristecida, confusa…

Philippe viajó a esta ciudad para ofrecer uno de sus conciertos  pero no regresó jamás.     Veinte años han pasado desde aquel día, que tendido en la calle frente a esta mansión, dio su último aliento. Había finalizado su concierto y decidió dar un paseo. Eran las ocho de la noche cuando el resoplar del viento entre los sauces se mezcló con el agudo sonido del impacto de un vehículo sobre su cuerpo. 
                                                                                                                     
Zarah había tenido muchas oportunidades de ser amada, pero siempre las había eludido.  Aún esperaba por él.     Le pidió que le enseñara su tumba, la cual se encontraba a pocos kilómetros de ese lugar. Al llegar, Philippe se detuvo frente  a una sepultura pequeña y abandonada, con una lápida insignificante cubierta de musgo y ennegrecida por el tiempo.  Ella esperaba encontrar un epitafio digno de un célebre personaje, pero sólo aparecía su nombre y la fecha de su muerte. Aquella tumba se diferenciaba de las que se encontraban a su alrededor, a las que no les faltaba un ramo de flores blancas o amarillas y los cirios encendidos. Tomo uno de ellos. La débil llama titilaba en medio de la penumbra acentuando el aspecto melancólico de su lápida. El rostro de Philippe fue cambiando de color y su figura  se percibía como una sombra vaga e indefinida. Un color que anunciaba de manera definitiva el adiós a este mundo real.

Zarah viaja a Brujas todos los años para visitar la mansión Lanchals, aunque no haya vuelto a ver a Philippe.  El recuerdo del sepulcro no permaneció en su memoria, pero si las últimas palabras que él pronuncio el día de ese encuentro: 

     −Eres la mujer más bella que siguió mis pasos. Estaré esperando por ti.


Lo maravilloso e imaginario siempre se ha apoderado de Brujas.  Zarah y Philippe será una más de sus leyendas.

lunes, 12 de marzo de 2012

El comienzo de una mañana muy particular



El despertador comenzó a sonar a las seis de la mañana. Me costaba abrir los ojos, y mucho más, levantarme del sofá donde me había quedado dormida leyendo la historia de Kemal y Füsun, lo más romántico de Pamuk. Sus escenas de amor con pasión suelen ahuyentar mi sueño, y no fue sino unos minutos antes de la una que me quedé dormida. Casi arrastrando los pies  me dirigí a la cocina para prepararme una taza de café. Antes de salir, como de costumbre, me conecté a Internet para ver las noticias, hábito que quisiera dejar, ya que nunca he podido leerlas sin angustia. Es un acto de masoquismo brutal. Comienzo con economía nacional y zona euro, seguido por nacional y política, de los que jamás me llevo buena impresión. Termino con arte, entretenimiento y algún artículo de opinión, lo único que vale la pena.

Con apuro tomé mi cartera, las llaves, y salí rumbo a mi trabajo. El aire acondicionado del carro seguía dañado, nunca tengo tiempo para llevarlo al taller. El trabajo, el stress caraqueño y su locura me consume. El tráfico estaba peor que nunca y el calor era inclemente. El sol parecía vomitar fuego.  Prendí la radio con amargura y mal humor, convirtiéndose en rabia  al escuchar de nuevo a nuestro presidente explicándole al país las virtudes del socialismo del siglo XXI.  Detesto los comienzos de mañana que vivimos en esta ciudad. De pronto, vi a mi vecino Roy accidentado en la autopista. Me detuve, sabía que no podría ayudarle,  pero era un asunto de cortesía.  Caminaba de un lado al otro hablando con alguien a través de su celular. Había llamado a una grúa hacía más de una hora, parecía tener problemas con el alternador, pero el tráfico tan denso justificaba el retraso. De sus ojos vi caer una lágrima, su semblante afligido causó en mi cierta preocupación. Una mala noticia  me sorprendió. Su tía Milka, con quién vivía desde hace veinte años, había muerto la noche anterior. Era polaca, pertenecía a la generación de aquellos que sufrieron guerras y posguerras, además de varios desengaños que no le permitieron nunca un matrimonio feliz ni la maternidad, pero siempre había sido capaz de contagiar al mundo con su innata alegría.  Estoy segura que ni el rigor mortis le borró su sonrisa eterna.

A partir de ese momento mi amargura y mal humor desaparecieron. «Peor la pasó ella en la guerra y siempre sonreía» − pensé.  Yo no he conocido la  primera, nunca he vivido una posguerra, ni siquiera me la puedo imaginar. En cuanto a desengaños he tenido dos; uno, a decir verdad, me desgarró el alma en mi adolescencia pero sin mayores consecuencias; el otro lo olvidé a la semana siguiente. Su importancia queda en evidencia. Sin embargo,  jamás sonrío como la tía Milka.

jueves, 16 de febrero de 2012

EN LA TIERRA PÚRPURA




    Conozco muy bien a todos los habitantes de esta ciudad. Son pocos los que no creen en fenómenos sobrenaturales, fantasmas, y sobre todo, en la leyenda que corre en torno al Castillo Hermitage.  Yo pertenezco a este pequeño grupo de la población.
     Se cuenta que en este castillo se escuchan gritos y puertas que sin motivo no se pueden abrir o cerrar. Incluso aseguran haber visto en sus inmediaciones a un hombre muy alto, de aspecto cadavérico y vestido de  traje negro, cuyo color acentúa  más la palidez de su piel. Los supersticiosos atribuyen esta aparición a uno de sus primeros dueños, William de Soulis, que murió hace cincuenta años, y según dicen, practicaba la magia negra.
    Desde  hace diez años, vivo cerca de la frontera escocesa con Inglaterra, donde se encuentra el Castillo  y  un campo de cardos color púrpura que alegran la pequeña aldea.  Eran las seis de la mañana cuando decidí dar un paseo por la tierra púrpura y llevarle a mi madre su flor preferida. El campo estaba solo, quizás  era muy temprano y amenazaba tempestad. Distraída en mi labor e inmersa en el silencio, advertí la presencia de alguien a mis espaldas. Era una figura siniestra, que me hizo recordar el personaje fantasmal del que tanto hablan en el pueblo. Una corriente eléctrica de pánico y terror sacudió todo mi cuerpo. Tuve miedo, mucho miedo, no podía creer lo que estaban viendo mis ojos. La figura se me acercó, aseguró que mis horas estaban contadas y estos serían los últimos cardos que le llevaría a mi madre.       
    Corrí rumbo a mi casa sobrecargada de espanto. En el camino me tropecé con un viejo amigo, Jacobo Cromwell, un joven terrateniente que alardea de su “rancio abolengo” sólo porque se llama como Jacobo V y se apellida como el líder militar inglés.
—  ¿Qué te pasa? — preguntó Jacobo con asombro al verme tan alterada.
—  Una macabra aparición anunció mi muerte — dije con voz trémula — Sentí que era ella misma declarando mi pronta partida.
     Pensé en la figura siniestra que merodea el castillo.   No soy supersticiosa, pero esa aparición fue real.     

     Necesitaba irme a un lugar lejano donde estuviera a salvo del espectro de ultratumba que había logrado en mí un temor mortal. Jacobo ofreció llevarme a la casa de un primo  en Inverness. No tenía otra alternativa, así que acepté su proposición. Llegamos comenzando la noche. La casa  es una mansión antigua, de amplios salones con vitrales de mil colores. Las paredes están forradas de tapices persas, cuyo calificativo es suficiente para exaltar su valor. Sus puertas de madera maciza con grandes cerrojos de hierro forjado daban una sensación de seguridad. Por momentos dudé de mi cordura, juré no volver a escuchar esos cuentos de pueblo sobre apariciones fantasmagóricas,  ni leer historias acerca del hombre sin cabeza o el Conde Drácula.
   Jacobo me dejó con su primo, un hombre de unos cuarenta años, tez morena, apuesto  y  muy cordial.    Al cabo de dos horas regresó con una terrible noticia. Se había tropezado con el espanto mortuorio. Al igual que a mí, esa presencia le produjo repulsión. Él tampoco creía en apariciones, pero su asombro fue extraordinario. Por mis descripciones sabía que era él, así que le reclamó su amenaza contra mí. Le contestó que no me había amenazado, sólo expresó su sorpresa al verme esta mañana en un campo de cardos lejos de Inverness,  ya que esta misma noche,  en Inverness, me tenía que tomar.
   Sin mayor explicación desapareció. Jacobo trató de encontrarlo, no podía creer que en segundos alguien tan notorio se perdiera de vista. Pero su intento fue en vano. El espanto había desaparecido.
    Llegaron a mi mente las escenas de la “La Máscara de la Muerte Roja” de Allan Poe,  donde por más que te escondas en una abadía fortificada de imperante belleza, la muerte, como un ladrón en la noche “ejercerá su ilimitado dominio”