Saori era su nombre. Caminaba con
elegancia, segura de sí misma y ataviada con mil telas de satén estampado en
tonos azules. Lucía un obi amarillo
muy brillante, quizás demasiado suntuoso para la vestimenta que llevaba. Su largo cabello jugaba mil
arabescos adornados con vistosas
horquillas de concha de tortuga incrustadas en marfil.
Jon Ander la observó desde la entrada del mismo hotel donde siempre se
alojaba durante su estadía en Kyoto. Una sonrisa involuntaria se apodero de sus
labios mientras contemplaba como la belleza de esa mujer había llegado a su
máximo esplendor. A paso acelerado logró alcanzarla en el umbral del recinto
donde deleitaría a sus admiradores tocando el samisén. Jon Ander vivía en Tokio; y para él, Saori era una
interrogante, un misterio que ofrecía ante sus ojos un espectáculo de seducción. Cada dos años venía a esta ciudad,
pero su estadía nunca se prolongaba más de una semana. Ella siempre esperaba su regreso para
ofrecerle su grata compañía. Él, se limitaba a disfrutar y admirar su
talento, su encantadora elocuencia, y en especial, la ceremonia que
mostraba su perfección estética a la hora de servir el té.
Saori siempre había vivido en un rincón perdido de las montañas
estudiando su música, y quizás el poder de la naturaleza había penetrado en
ella dándole la espiritualidad y cordura que tanto la caracterizaba. Con apenas doce años de edad, su
familia, escasa de recursos, la vendió a una okiya para que se encargara de su educación. Su
“gran hermana” murió hace dos años, justo después de la última visita de Jon
Ander. Fue ella quien le enseñó todos los conocimientos y modales que la
caracterizan. Su personalidad se había formado entre las paredes de ese albergue que tanto le recuerdan su
adolescencia, y los banquetes de
entretenimiento que se ofrecían a los clientes; donde las relaciones que
establecía cambiaban continuamente, eran pasajeras; excepto la de Jon Ander. Su
educación para servir en nombre del arte ocupaba todo su tiempo, había sido un
arduo trabajo, pero fue lo que ayudó a
moldear y fortalecer su carácter. Era un mundo muy sofisticado y
exigente que le permitía mostrar su riqueza femenina. En uno de sus primeros banquetes de entretenimiento; una Senpai,
haciendo uso de su jerarquía, mayor experiencia y nivel, le preguntó frente a los clientes qué baile le gustaría interpretar.
Respondió llena de entusiasmo el nombre de su danza favorita, pero ese fue su
primer error. Debía haberse negado a contestar. Ser humilde y modesta era parte
indispensable de su educación.
Con el pasar de
los años, Saori llegó a odiar su pureza. Su adolescencia fue como un otoño
turbulento, de pasiones reprimidas y deseos frustrados. Esperaba casarse algún día, tener hijos y amamantarlos. Por momentos aborrecía su
vientre plano, sus pechos firmes y los pezones que conservaban siempre el mismo
color. Su libro de cabecera narraba la historia entre dos enamorados que
experimentaban grandes pasiones, lo cual despertaba en ella un morbo que la
hacía jugar consigo misma; pero de manera simultánea, sus ojos siempre se
llenaban de lágrimas.
El asombro de Saori fue distinto
al de otras ocasiones en las que Jon Ander aparecía. Lo miro con dulzura
mientras fijaba con firmeza una de las horquillas que parecía caer de su
cabellera; o no, quizás le costaba comportarse con naturalidad, y
cualquier movimiento que hiciese era un
desahogo para su agitado espíritu. Sin
preguntarle qué motivo lo traía de nuevo por esas tierras, lo invitó a que escuchara
la melodía que su arte reproducía en el samisén. Se celebraba durante todo ese mes de abril el Festival de
primavera, y ella estaría en el escenario. Era
la más cotizada tanto en estos eventos como en los salones de té.
Él la observaba preso de
admiración ante su rostro de porcelana y
el sonido de aquellas notas musicales
que en tantas oportunidades había escuchado. Al finalizar el repertorio,
ella levantó sus ojos dirigiendo la mirada por todo el recinto. Percibía el presagio
del adiós. Jon Ander se había marchado.
Sabía que emprendería su regreso a Tokio en cualquier momento, así que en esta
ocasión decidió ir a la búsqueda de
aquel hombre al que cada dos años
esperaba con resignación.
Él estaba allí. Su maleta se encontraba frente a la puerta como muestra
de una pronta partida. Con pasos seguros entró. Saori permanecía inmóvil
mientras Jon Ander se le acercaba. Su piel fresca se tornó húmeda ante la
posibilidad de que por primera vez, a los 29 años de edad, un hombre tocara sus
pechos, la despojara de tanta vestidura
que ataviaba su cuerpo y corriera entre sus piernas el producto de un orgasmo. Cerró sus ojos con expresión tímida
pero mostrando a claras sus deseos por él. Jon Ander no tardó en deslizar su
mano bajo el kimono. Saori temblaba, lo besaba con apasionada intensidad mientras
recordaba su libro de cabecera; no dejaba de observar la desnudez de sus cuerpos mientras un
conjuro de respiraciones agitadas la convertían en una mujer llena de
sensualidad. Esta vez no hubieron lágrimas, sólo
hermosos gemidos de dolor y placer.
Jon Ander no regreso jamás, pero Saori, ahora con su obi
color escarlata, interpreta mejor que
nunca cualquier melodía en su samisén.