jueves, 16 de febrero de 2012

EN LA TIERRA PÚRPURA




    Conozco muy bien a todos los habitantes de esta ciudad. Son pocos los que no creen en fenómenos sobrenaturales, fantasmas, y sobre todo, en la leyenda que corre en torno al Castillo Hermitage.  Yo pertenezco a este pequeño grupo de la población.
     Se cuenta que en este castillo se escuchan gritos y puertas que sin motivo no se pueden abrir o cerrar. Incluso aseguran haber visto en sus inmediaciones a un hombre muy alto, de aspecto cadavérico y vestido de  traje negro, cuyo color acentúa  más la palidez de su piel. Los supersticiosos atribuyen esta aparición a uno de sus primeros dueños, William de Soulis, que murió hace cincuenta años, y según dicen, practicaba la magia negra.
    Desde  hace diez años, vivo cerca de la frontera escocesa con Inglaterra, donde se encuentra el Castillo  y  un campo de cardos color púrpura que alegran la pequeña aldea.  Eran las seis de la mañana cuando decidí dar un paseo por la tierra púrpura y llevarle a mi madre su flor preferida. El campo estaba solo, quizás  era muy temprano y amenazaba tempestad. Distraída en mi labor e inmersa en el silencio, advertí la presencia de alguien a mis espaldas. Era una figura siniestra, que me hizo recordar el personaje fantasmal del que tanto hablan en el pueblo. Una corriente eléctrica de pánico y terror sacudió todo mi cuerpo. Tuve miedo, mucho miedo, no podía creer lo que estaban viendo mis ojos. La figura se me acercó, aseguró que mis horas estaban contadas y estos serían los últimos cardos que le llevaría a mi madre.       
    Corrí rumbo a mi casa sobrecargada de espanto. En el camino me tropecé con un viejo amigo, Jacobo Cromwell, un joven terrateniente que alardea de su “rancio abolengo” sólo porque se llama como Jacobo V y se apellida como el líder militar inglés.
—  ¿Qué te pasa? — preguntó Jacobo con asombro al verme tan alterada.
—  Una macabra aparición anunció mi muerte — dije con voz trémula — Sentí que era ella misma declarando mi pronta partida.
     Pensé en la figura siniestra que merodea el castillo.   No soy supersticiosa, pero esa aparición fue real.     

     Necesitaba irme a un lugar lejano donde estuviera a salvo del espectro de ultratumba que había logrado en mí un temor mortal. Jacobo ofreció llevarme a la casa de un primo  en Inverness. No tenía otra alternativa, así que acepté su proposición. Llegamos comenzando la noche. La casa  es una mansión antigua, de amplios salones con vitrales de mil colores. Las paredes están forradas de tapices persas, cuyo calificativo es suficiente para exaltar su valor. Sus puertas de madera maciza con grandes cerrojos de hierro forjado daban una sensación de seguridad. Por momentos dudé de mi cordura, juré no volver a escuchar esos cuentos de pueblo sobre apariciones fantasmagóricas,  ni leer historias acerca del hombre sin cabeza o el Conde Drácula.
   Jacobo me dejó con su primo, un hombre de unos cuarenta años, tez morena, apuesto  y  muy cordial.    Al cabo de dos horas regresó con una terrible noticia. Se había tropezado con el espanto mortuorio. Al igual que a mí, esa presencia le produjo repulsión. Él tampoco creía en apariciones, pero su asombro fue extraordinario. Por mis descripciones sabía que era él, así que le reclamó su amenaza contra mí. Le contestó que no me había amenazado, sólo expresó su sorpresa al verme esta mañana en un campo de cardos lejos de Inverness,  ya que esta misma noche,  en Inverness, me tenía que tomar.
   Sin mayor explicación desapareció. Jacobo trató de encontrarlo, no podía creer que en segundos alguien tan notorio se perdiera de vista. Pero su intento fue en vano. El espanto había desaparecido.
    Llegaron a mi mente las escenas de la “La Máscara de la Muerte Roja” de Allan Poe,  donde por más que te escondas en una abadía fortificada de imperante belleza, la muerte, como un ladrón en la noche “ejercerá su ilimitado dominio”