jueves, 16 de febrero de 2012

LA SOMBRA DE GAUDÍ

 

   El sol del otoño derrama sus rayos a través de un cielo encapotado. Muchos  sueñan con la llegada del próximo verano; sin embargo, para mí, el otoño es la segunda primavera en la ciudad de Gaudí.

   Estamos en noviembre. Al caer la tarde la costa queda silenciosa, pareciera escucharse  la respiración del mar y el romper de las olas como pompas de jabón. Cualquier ruido es un acontecimiento inesperado, a diferencia del verano bullicioso que acoge en sus playas a centenares de jóvenes hasta la madrugada.

    En el centro de la ciudad asombra el movimiento de la multitud. Filas de peatones caminan con apuro y un cigarrillo en la mano. Sólo los turistas aprovechan la ciudad sin prisa, ya que lo único que pretenden es divertirse para obtener el placer deseado. 

    Sentada en un banco frente a la Casa Batlló, observaba el ir y venir de la gente. Más turistas que catalanes inundan las calles de Barcelona. Por Passeig De Gracia desfilan elegantes damas luciendo sus abrigos de piel o lana que tanto veo en las tiendas de “marca” a precios inalcanzables.  El otoño trae eso, la elegancia en el vestir. Me encanta ver a los caballeros lucir sus gabardinas impecables y una bufanda alrededor del cuello, sobre todo eso, la bufanda alrededor del cuello. Adiós a los pantalones cortos, vestidos veraniegos, sandalias de goma y cabellos chamuscados.

   El Barrio Gótico y El Born es otra cosa, fascinante, pero otra cosa. Al recorrer sus antiguas calles siento que en cualquier momento tropezaré con Gaudí, haciendo las paces con Unamuno y sosteniendo la Sagrada Familia dibujada en un plano; a Dalí, con su mirada alucinada y acariciando su mostacho;  o a José María Gironella, con la pluma en su mano y recordándonos el millón de muertos que dejo la guerra civil.  

   Sus calles y la cultura van de la mano. El toque de informalidad impera en este barrio de verdaderos bohemios.  El Palau de la Música Catalana y el Museo Picasso es lo más hermoso de sus pertenecías. La gente entra y sale de ellos impregnados de orquesta o con olor a lienzo. Los bares acogen  una muchedumbre sin fin y los enamorados recorren sus calles exhibiendo sus deseos. Besos apasionados y caricias sin pudor son rutina por las calles de Barcelona.  Y hablando de pasión, nunca había visto  un beso como el que presencié este otoño en la estación de los Aerobuses en Plaza Catalunya. En este caso se trataba de dos caballeros, apuestos y bien vestidos, quienes fueron protagonistas de  una dulce despedida. Se besaban, y entre cada beso se decían sabrá Dios que palabras. Siempre imaginé que se juraban amor eterno. Así es Barcelona.

   Me dirigí hacia La Rambla, cientos de personas guiaban mi camino. Mimos, vendedores de flores y artistas por doquier. Sentada en la terraza de un bar, me acompañaba una copa de cava mientras disfrutaba del juego de miradas descaradas, que con disimulo, lograba visualizar del caballero de bufanda azul que se encontraba en el mismo lugar.  Eran las doce de la noche, y después de presenciar la escena de sexo oral de manera pública en una de sus calles circundantes, lejos de horrorizarme, logré comprender que otra civilización estaba frente a mí. 

   Lo intenso del contraste de este escenario con el exquisito encanto de las obras de Gaudí, es el mayor atractivo que tiene Barcelona. La majestuosidad del Liceu, la intensa actividad cultural y la elegancia de los transeúntes que circulan el Passeig De Gracia, es incomparable con el ambiente impúdico de las ramblas nocturnas.

   No puedo ignorar la estatua de Colón señalando el mar, indicando que no hay obstáculos que impidan encontrar un mundo nuevo. Para él, fue el continente americano, el lugar donde nací. ¿Para mí? Aún no lo sé.

   Llegué a la playa más cercana. Caminando lentamente sobre la arena, no dejaba de observar el reflejo de la luna sobre el mar. Sus rayos relumbrantes eran lanzas que atravesaban todo mi cuerpo, y en medio de ese silencio, sólo se escuchaba el sonido perezoso de las olas que acariciaban mis pies descalzos. Siempre soñé con meterme al mar de madrugada, y sentir en ese momento la exquisita sensación de los placeres prohibidos.  

  Era tarde, tenía que despedirme del mar, y en mi regreso me acompañó la sombra imborrable de Gaudí. Esperé que amaneciera para tomar un taxi rumbo al aeropuerto. Se que no podré olvidar estas horas de soledad voluntaria en una ciudad, que con sus brazos abiertos, esperará ansiosamente por mí. 

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