Pasé casi toda la mañana en los jardines de la Estancia. Es un oasis en el centro de la ciudad caraqueña.
Encontrè un rincón perfecto y me senté bajo la sombra de un àrbol de tupido follaje. Frente a mí, un jardín de flores, cuya combinación de rojos y amarillos era un verdadero placer. El sol asomaba tímidamente su resplandor entre las nubes, y la tierra todavía conservaba algo de humedad que la lluvia había dejado la noche anterior.
Miraba embelesada como dos niños correteaban frente a mí. Muy cerca, una mujer de tez morena, que en perfecto estado de concentración, realizaba sus prácticas de Tai Chi. A mi lado, dos amantes, cuyas miradas se apoderaban inexorablemente de su voluntad.
Un rayo de sol penetrò entre las ramas del àrbol y una suave brisa acariciaba mi rostro. Cerré los ojos, y sentì una secuencia interminable de besos que dejaban su exquisita humedad sobre mis labios. Era un intercambio infinito de sensaciones placenteras. Esas caricias que logran dibujar figuras abstractas y exòticas sobre tu piel quedando por siempre como una mancha indeleble.
Me levantè, tenìa tres horas sentada sobre la grama y se me habìan dormido las piernas. Decidì dar una vuelta antes de salir. Tres caballeros afinando sus cuatros, se preparaban para deleitar a los presentes con su agradable melodìa. Fui hacia ellos para pedirles que tocaran una de mis canciones preferidas "Viajera del Río", y de manera muy amable y cortés, accedieron a mi petición, dedicándome ese conjunto de notas musicales que escuchè con todo mi cuerpo.
Y asì, logre escribir estas palabras. No busco la naturaleza, la mùsica o una buena lectura para olvidar cosas y distraer mi mente, las busco para despertar pasiones, esas que le devuelven a la vida todo su esplendor.