lunes, 12 de marzo de 2012

El comienzo de una mañana muy particular



El despertador comenzó a sonar a las seis de la mañana. Me costaba abrir los ojos, y mucho más, levantarme del sofá donde me había quedado dormida leyendo la historia de Kemal y Füsun, lo más romántico de Pamuk. Sus escenas de amor con pasión suelen ahuyentar mi sueño, y no fue sino unos minutos antes de la una que me quedé dormida. Casi arrastrando los pies  me dirigí a la cocina para prepararme una taza de café. Antes de salir, como de costumbre, me conecté a Internet para ver las noticias, hábito que quisiera dejar, ya que nunca he podido leerlas sin angustia. Es un acto de masoquismo brutal. Comienzo con economía nacional y zona euro, seguido por nacional y política, de los que jamás me llevo buena impresión. Termino con arte, entretenimiento y algún artículo de opinión, lo único que vale la pena.

Con apuro tomé mi cartera, las llaves, y salí rumbo a mi trabajo. El aire acondicionado del carro seguía dañado, nunca tengo tiempo para llevarlo al taller. El trabajo, el stress caraqueño y su locura me consume. El tráfico estaba peor que nunca y el calor era inclemente. El sol parecía vomitar fuego.  Prendí la radio con amargura y mal humor, convirtiéndose en rabia  al escuchar de nuevo a nuestro presidente explicándole al país las virtudes del socialismo del siglo XXI.  Detesto los comienzos de mañana que vivimos en esta ciudad. De pronto, vi a mi vecino Roy accidentado en la autopista. Me detuve, sabía que no podría ayudarle,  pero era un asunto de cortesía.  Caminaba de un lado al otro hablando con alguien a través de su celular. Había llamado a una grúa hacía más de una hora, parecía tener problemas con el alternador, pero el tráfico tan denso justificaba el retraso. De sus ojos vi caer una lágrima, su semblante afligido causó en mi cierta preocupación. Una mala noticia  me sorprendió. Su tía Milka, con quién vivía desde hace veinte años, había muerto la noche anterior. Era polaca, pertenecía a la generación de aquellos que sufrieron guerras y posguerras, además de varios desengaños que no le permitieron nunca un matrimonio feliz ni la maternidad, pero siempre había sido capaz de contagiar al mundo con su innata alegría.  Estoy segura que ni el rigor mortis le borró su sonrisa eterna.

A partir de ese momento mi amargura y mal humor desaparecieron. «Peor la pasó ella en la guerra y siempre sonreía» − pensé.  Yo no he conocido la  primera, nunca he vivido una posguerra, ni siquiera me la puedo imaginar. En cuanto a desengaños he tenido dos; uno, a decir verdad, me desgarró el alma en mi adolescencia pero sin mayores consecuencias; el otro lo olvidé a la semana siguiente. Su importancia queda en evidencia. Sin embargo,  jamás sonrío como la tía Milka.