domingo, 10 de junio de 2012

LA LEYENDA DESCONOCIDA DE ZARAH Y PHILIPPE



                                              
Zarah llegó a Brujas. Siempre había querido conocer esta ciudad encantada, dueña de apasionantes leyendas y canales venecianos. Cuando alguien comenta haberla conocido, su respuesta habitual es: «Habéis vivido mi sueño»

Eran las ocho de la noche y el único ruido que se escuchaba era el resoplar del viento entre los sauces.     Perpleja ante tanta belleza, observaba las aguas dormidas del Lago del Amor o Minnewater, tal como lo llaman los belgas, sobre las que nueve cisnes comenzaban su marcha. Un alto muro de piedra que colindaba con uno de los canales, quedaba reflejado en sus aguas cristalinas iluminadas por el reflejo  de la luna llena. Una luna, que sin motivo aparente, agitaba la respiración de Zarah.

Comenzó a caminar sin rumbo definido. De repente, se encontró frente a la entrada de esa casa cuyo muro de piedra se reflejaba en el agua. La puerta principal de gruesa madera envejecida por el tiempo tenía una placa de hierro forjado donde se mostraba el escudo de armas de la familia Lanchals, la figura de un cisne blanco. Muchas son las leyendas que corren paralelas a este  lugar, pero recordó una de ellas que cuenta como Maximiliano de Austria castigó a Brujas luego de que el pueblo ejecutara a uno de los administradores de la ciudad, obligándola a mantener los cisnes en sus lagos y canales hasta la eternidad.

La puerta se abrió. Allí estaba un hombre muy alto y  de esbelta figura. Sus cabellos rubios caían sobre su frente  sombreando las sienes hundidas y una marca que parecía más bien una cicatriz en el pómulo derecho. La palidez que difundía su rostro  iba en desacuerdo con el brillo que reflejaban sus ojos ambarinos.  Su rostro le era familiar, pero la oscuridad del lugar no le  permitió observar con mayor claridad ningún otro detalle. Hablaba francés, y mientras lo escuchaba, comenzó a sentir una extraña atracción. No logró entender con claridad sus palabras, sonaban confusas y parecían imitar un acento familiar a sus oídos. Sintió la necesidad de seguir a ese hombre, cuyo aspecto mortuorio pero cautivador le atraía. Comenzó a llover al mismo tiempo que surgió en ella una interminable fuente de perplejidad e interés.

Los ventanales del salón dejaban pasar la luz que irradiaban las farolas que se encontraban en la entrada de la mansión. El  movimiento del péndulo de un  reloj de pared cuyo agudo sonido indicaba que eran las diez la distrajo, y al volver a levantar sus ojos  se dio cuenta que el hombre misterioso de ojos claros había desaparecido.  Subió al primer piso y entró a la única habitación que irradiaba una luz trémula y tenue como  si  fuera la  de  una  vela  encendida.  Sus húmedas  paredes  olían  a moho, y en uno de los  rincones pudo observar una  vitrina de cristales rotos   atiborrada   de  partituras  musicales.  El lugar acogía  una  hermosa poltrona  estilo Victoriano  color verde olivo, donde descansaba el misterioso  caballero que le abrió  la puerta.  Los ojos de  Zarah  quedaron  clavados sobre su  cuerpo iluminado a medias  por  la  luz  de  la vela.                                                                                                                           
«Es él», pensó. Su respiración comenzó a entrecortarse sin poder pronunciar ni media palabra. Se precipitó hacia la silla donde él se sentaba. Quiso tocarlo, besarlo, abrazarlo, pero Philippe Lanchals comenzó a interpretar a Mozart a través de las finas cuerdas de su Stradivarius. El  sonido de la lluvia se mezclaba con la dulce melodía de esa sonata que tantas veces había escuchado. En esta ocasión, llevaba puesto el traje de su entierro. Adoraba esa chaqueta de lana negra y las yuntas de oro que adornaban las mangas de su camisa blanca, obsequio de  la mujer con quien contrajo nupcias treinta años atrás.

Philippe la abrazó y besó con fuerza, casi con violencia, mientras sus cálidas lágrimas mojaban los labios de Zarah. La observaba detenidamente como si rindiera homenaje a su inequívoca belleza. Le hizo saber como recordaba las curvaturas de su cuerpo, su perfume, su aliento y su humedad, que reanimaba el deseo de hacerle el amor una y otra vez. Ella siempre llevaba consigo el recuerdo de los momentos solemnes que habían vivido. Clandestinos, por lo tanto solemnes. Conocía al milímetro cada rincón de su cuerpo, por lo que a pesar de la penumbra, pudo notar la intensa palidez de su rostro. Pasaron los minutos; cinco, diez, quince… las manos de Philippe, enflaquecidas y frías pero con fuerza,  seguían acariciando el cuerpo de Zarah. El reloj con sonoras campanadas dio las doce. La lluvia se torno copiosa y continua. Ella se sentía alegre, entristecida, confusa…

Philippe viajó a esta ciudad para ofrecer uno de sus conciertos  pero no regresó jamás.     Veinte años han pasado desde aquel día, que tendido en la calle frente a esta mansión, dio su último aliento. Había finalizado su concierto y decidió dar un paseo. Eran las ocho de la noche cuando el resoplar del viento entre los sauces se mezcló con el agudo sonido del impacto de un vehículo sobre su cuerpo. 
                                                                                                                     
Zarah había tenido muchas oportunidades de ser amada, pero siempre las había eludido.  Aún esperaba por él.     Le pidió que le enseñara su tumba, la cual se encontraba a pocos kilómetros de ese lugar. Al llegar, Philippe se detuvo frente  a una sepultura pequeña y abandonada, con una lápida insignificante cubierta de musgo y ennegrecida por el tiempo.  Ella esperaba encontrar un epitafio digno de un célebre personaje, pero sólo aparecía su nombre y la fecha de su muerte. Aquella tumba se diferenciaba de las que se encontraban a su alrededor, a las que no les faltaba un ramo de flores blancas o amarillas y los cirios encendidos. Tomo uno de ellos. La débil llama titilaba en medio de la penumbra acentuando el aspecto melancólico de su lápida. El rostro de Philippe fue cambiando de color y su figura  se percibía como una sombra vaga e indefinida. Un color que anunciaba de manera definitiva el adiós a este mundo real.

Zarah viaja a Brujas todos los años para visitar la mansión Lanchals, aunque no haya vuelto a ver a Philippe.  El recuerdo del sepulcro no permaneció en su memoria, pero si las últimas palabras que él pronuncio el día de ese encuentro: 

     −Eres la mujer más bella que siguió mis pasos. Estaré esperando por ti.


Lo maravilloso e imaginario siempre se ha apoderado de Brujas.  Zarah y Philippe será una más de sus leyendas.